Poesías, relatos, cine, música... Un remanso en medio de este apocalipsis (grupo EFDLT)

Placer mutuo

Placer mutuo
Moda poética (ediciones limitadas)

jueves, 30 de abril de 2009

En otra vida será



Daría un año de mi vida (negociable) por tocar la guitarra como Paco de lucía. Por tener la clarividencia de Borges. Por adivinar el orden exacto de cada palabra con el resto. Por alcanzar la sensibilidad de Ella Fitzgerald, y estremecerme hasta crepitar componiéndote la más mítica de las canciones.
La próxima vez que viva me gustaría —sería todo un detalle digno de fe, e impagable— que se me concediera la oportunidad de fijarme metas a más largo plazo, incluso tener el tiempo necesario para llegar a cruzarlas integro. O, en su defecto, la de adquirir antes los conocimientos suficientes para que no me importara alcanzarlas.
Todo lo demás es involución y espera. Sólo espero que así no sea.

lunes, 27 de abril de 2009

El último templario



A veces riego las macetas del patio sólo por el placer de disfrutar del olor a tierra mojada —No sé por qué la palabra “sólo” se ha colocado en el centro de la frase prácticamente sola, como implicando cierto grado de frivolidad, desidia, o lujuria—. Es una sensación breve, como la tierra y el agua que mezclo, pero lo suficientemente intensa para elevarme sobre el ruido y el olor de los coches, y adentrarme por un instante en una modesta selva que poseo a las afueras de la humanidad, en otra dimensión, en un refugio anti-personas. Es el único trozo de planeta que sobrevive virgen al hombre. Así que no lo piso. Lo rodeo, lo vigilo, lo sobrevuelo con el celo de una mamá águila. Soy como un Dios protector, el último templario en el reducto final del postrero planeta que habitaremos. Un trance en el que permanezco justo lo que tarda en invadirme el próximo ruido estridente procedente de la calle. Esta vez ha sido un camión frigorífico, que ha aparcado en mi puerta para descargar hielo y bebidas en el mesón. De nuevo los trinos son silenciados por motores transitando sobre el motor aparcado. El olor a hierba es desplazado por el de gasolina quemada. Como plañidera llorando regreso a este velatorio de sentidos. Llaman a la puerta. Eres tú, oportuno salvavidas.

jueves, 23 de abril de 2009

Las plagas



Digamos que arrecian plagas; que
los mares se derraman y llueve sombras;
que las paredes transpiran alevosía
cuando hacinamos —como sepultureros—
nuestra derrota bajo pantallas y libros.
Sin retomar intenciones.
Despreciando todo orden de necesidad.
Deglutiendo palabras afables.
La vida se petrifica en cada gesto de censura.
Nieva el futuro muerto.
Resuenan marchas fúnebres sobre el deseo.
Digamos que la luz, oculta, y el agua arde
en la distancia que nos declara homicidas.
Que el mundo se vuelve un sórdido penal.
Y el tiempo es un fanático racista de
los momentos donde éramos extracto y meta.
Parece que arrecian plagas. Diría incluso
que se cierne sobre nosotros un Apocalipsis
prematuro. Mientras, tú, yo, silencio.

lunes, 20 de abril de 2009

La historia más triste de la historia (XIX)



El día anterior María llegó a la estación central aturdida, cargando con una maleta como si fuese una cruz de penitente. Ni siquiera recordó que podía valerse de la ruedas para desplazarla con mayor comodidad. Quería escapar absolutamente de todo y de todos, pero no sabía a qué lugar debía dirigir sus pasos para desaparecer por completo, y disponer, al fin, de una sosegada perspectiva desde la cual poder reflexionar, o abandonarse de una vez por todas a su pertinaz infortunio. Preguntó en información cuál era el primer tren en salir y cuáles eran sus destinos y sus paradas programadas. Después de un rato pensando inútilmente decidió que se apearía en el pueblo que más desconocido le pareciese, y como por el hecho de estar en la ruta del tren ya era demasiado famoso para su gusto, desde ahí se desplazaría a otra localidad aún más recóndita e incomunicada. Eso sí, dirección al sur, donde nació, desde el lugar en el que la felicidad decidió decirle adiós hacía ya un rosario de años.
Una vez acomodada en el tren —en su viaje a quién sabe qué remoto lugar salvavidas— sintió dilapidarse parte de su ansiedad a medida que sus doloridos pies se relajaban, y la distancia a la ciudad aumentaba. Suspiró varias veces para reafirmar que efectivamente había tenido el valor para huir, ladeó su cabeza hasta apoyarla en el cristal de la ventanilla, con los brazos abrazando su cintura se aferró cuanto pudo a una leve luz que generaba su determinación. Y se quedó dormida como un cachorro recién amamantado.
­–Perdone señorita, tenga usted cuidado, está a punto de perder el equilibrio, no vaya a hacerse daño.
–¿Qué pasa? ¡Uf! Parece que me he quedado dormida. Lo siento, espero no haberle molestado.
–Usted no podría molestarme en ningún estado, mucho menos durmiendo.
Ese cumplido le sentó a María como si hubiese cenado una lengua de Dragón de Komodo en salsa de cianuro.

jueves, 16 de abril de 2009

Lo siento



La verdad, no sé qué podría decirte.
—A siglos de hielo de tocarte me encuentro.
Sin embargo estas ahí, inmóvil, prorrogándote.
Parece que aguardaras un milagro.
Quizá pensando lo mismo, pero viceversa.
Y la voz se te enquiste en la garganta, y hayas
extraviado el camino de las palabras y del tacto.
Tal vez sólo sea un ancestral odio pasajero,
un pretérito rencor momentáneo, una
genética soberbia efímera.
Posiblemente padezca algo idéntico, pero
al revés.
Y el asco me recorra como sangre, y en
vez de a ti, sólo vea hidras y arpías.
Mucho me temo que ni el príncipe Calaf
sabría resolver este silencio…—
La mentira, no sé qué podría decirte.
Por ejemplo: lo siento, pero voy a desnudarte.

lunes, 13 de abril de 2009

La historia más triste de la historia (XVIII)



Esa mañana el amanecer parecía estar con resaca, y tardó más de lo normal en asomarse por la ventana del salón, clareando las cortinas, calentando mi oreja derecha, la pantalla del televisor, y la góndola de falso cristal de Murano, recuerdo de mi añorada estancia en Venecia. Lo hizo tímido y renqueante entre la niebla y las nubes de luto escarlata. Se avecinaba un día tormentoso. Yo pensé —con el placer que da desperezarse cuando uno está solo, y bosteza como un ogro de las cavernas— que era una señal más de la infinita sabiduría de la naturaleza, que intentaba contrarrestar mi euforia con chaparrones llenos de rabia y estruendo para que el mundo consiguiera, una vez más, mantener su equilibrada armonía.
Eran las ocho de la mañana y no creo que sea preciso aclararos en quién estaba pensando cuando aún no habían pasado de la fase de calentamiento —en el estricto sentido físico y elástico de la palabra— mis perezosas neuronas.
Aunque la pensión no tenía servicio de comidas, era un detalle de la casa el ofrecer a las ocho y media un café en el salón a todo el que quisiera. Pero María, a la cual, la jornada anterior, le había recordado este punto del día unas cinco veces, no apareció. Era normal me dije, el viaje, su primer día en el pueblo, el accidente con el pomo, estaría reventada, seguro que sigue dormida, se levantará hambrienta, descenderá las escaleras con la expresión relajada y yo simularé que en ese momento me disponía a ir a desayunar a un lugar perfecto para nosotros —aunque eso de “para nosotros” no creo que me atreviese a decirlo— , y la invitaré, como no podía ser de otra manera tratándose de todo un caballero como yo, a acompañarme.
Las diez y media de la mañana y aún sigue en su habitación. No sería muy profesional por mi parte molestarla para preguntarle si querría venir conmigo a desayunar, y no tendría calificativo el ofrecerme a subirle un café y unas tostadas si le apetecían. Esperaré, ¿qué remedio? contaré los truenos de distancia hasta volver a verla mientras escribo algo que publicar en mí página.

lunes, 6 de abril de 2009

La envidia



Envidio a los creyentes que jamás han dudado de la existencia de Dios. Y a los que están convencidos de que atravesarán por ello las puertas del cielo, a esos, casi los venero.
A los que, cuando aman, no temen que pueda terminar.
A los que piensan que la esperanza nunca puede ser lo primero que se pierde.
A todos los que aseguran que han visto un final de túnel iluminado.
Envidio la vida que renace eternamente. A la inmensa mayoría de criaturas de este planeta que no son conscientes de que van a perecer sin remedio.
Envidio a los que se levantan sin nada que hacer de antemano, e improvisan.
A los que saben que ser un vividor es la meta de vivir.
Pero sobre todo envidio a la abeja Maya, que siempre estaba segura de hacer lo correcto, aunque a veces sólo fuese divertirse al margen de la colmena, que por cierto, es un gran avance.

jueves, 2 de abril de 2009

La Sevilla de las sombras (II)



Deseaba tanto disfrutar de nuevo de esas noches donde el chapoteo del agua inmortal de la fuente era el hilo musical idóneo para sus relatos. La historia real de la historia, en pequeños detalles y en breves dosis: los entresijos de las cortes, la ineluctable decadencia de los imperios, los influjos de las grandes pasiones, las miserias de las más crueles perfidias. Todo estaba a mi alcance con tan sólo sentarme a su lado, degustaba con asombro cada palabra que oía, cada silencio preñado de memoria y reflexión. Quién puede decir que ha tenido el privilegio de ser testigo de tales palabras, ubicuas; originarias; y eruditas.
Cuando leáis esto habrá pasado el tiempo suficiente para que haya perdido toda su relevancia. Mi tiempo entre los vivos será leve recuerdo entre los que ahora son jóvenes, y estaré quién sabe en qué estado, y en qué lugar del mundo. Todo habrá terminado y no volverán en muchos años. Todo acabará como un relato reciente e imaginado. Y así debe ser.
Yo era uno de sus enlaces, y al igual que ellos, no había nadie en la ciudad en las mismas circunstancias, se podía decir que disponíamos de un pequeño paraíso en exclusiva, un reino anónimo donde ningún semejante podía interferir. Era el lugar elegido en el cual habían de permanecer el tiempo fijado.
Sabía que mis méritos me otorgarían algún día el derecho a formar parte de su casta. Sólo habían de cumplirse dos requisitos simultáneamente:
que quedara libre una vacante, y que fuese durante el tiempo en que morasen en Sevilla. Aquella noche llamé a Jesús para decirle la ilusión que me haría asistir a esa primera velada con sus nuevos inquilinos, él se mostró reacio pero finalmente aceptó dejándose llevar por mi entusiasmo. Tres veces, dos, una, esa era la cadencia clave de golpeo con la aldaba, la puerta de madera se abrió automáticamente y accedí, tímido como siempre, a ese patio cargado de conocimientos y misterios.

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